Tío Borrico: de la voz las ortigas.
Yo no llegaba al mostrador, mi
padre me sentaba encima, entre mis primeros recuerdos están aquella madera gastada
y los palitos de tiza por cada vaso. El suelo era de serrín y se mezclaba el
olor del vino malo (pirriaque se le llama allí) con el del urinario.
Algunas botas o barriles muy
oscuras casi negras, descoloridos carteles de toros, o de fútbol, almanaques
con gachís, por aquel entonces aun en bikinis.
Los tabanqueros eran gente seria,
poco habladora, la tiza en la oreja, era esencial mantener la distancia con los
borrachos. Siempre había un cartelito escrito a mano que decía “Se prohíbe el
cante”
Allí conocí aquellos hombres
perpetuamente parados, varados más bien en su destino, esperando a quien les
pagara un vaso (en los tabancos no había
copas ni catavinos) Los recuerdo sombríos. Su naufragio era hondo. Su mal no
era social, era existencial. Cuando se entendió lo contrario vino el mal, el
falso flamenco. En aquel mundo cerrado de señoritos y todos los demás, no había clases sino castas, algo inmóvil y
para siempre.
Eran voces rotas, que rajaban a
quien las escuchaba, como el vino peleón en la garganta, cantando las mismas
letras anónimas de siempre...”A cada
puerta que llamo / la encuentro cerrá”, “Si
la madre mía de mis entrañas/ levantara la cabeza, y viera como me veo/ se moriría
de tristeza”... acompañada solo por los nudillos sobre el mostrador. No era
canciones para la expansión del espíritu, aquella era una queja gritada a un
pozo.
Una cátedra de Manuel Torres: “El cante bueno no gusta, duele. ¿A quien le
gusta el cante? ¿A quien le va a gustar sufrir?”
La de Tío Gregorio, El Borrico,
era una voz de tierra, terrón con ortigas y raíces amargas. Fue cantaor de la Venta Marivá, un tapaillo,
compartió la desesperación de aquellas
mujeres de la vida. Decía que el Cante había nacido en el vientre de las
madres. En un reservado alguien le espetó una vez, canta como un borrico. Ahí
quedo el mote... y el nombre artístico.
Dicen que acabó viviendo poco menos que de la
caridad. No podemos decir que olvidado, porque nunca lo reconoció nadie. En sus
últimos años, cruzaba la barriada muy despacito, dejándose el alma a cada paso.
Su cara estaba abotargada, sus ojos solo parecían vivos cuando cantaba. Aquel
cante roto y jondo, como una candelá en una escombrera. Se lo llevó una
trombosis en el año 83, tenía setenta y tres años.
Las generaciones de mi tiempo,
nacidas ya en polígonos, aniquiladas por la heroína, y algo igual de nocivo
para el arte: el comercio. Eso que hizo de Hombres Grandes, personajes dignos
de la época, reconocidos y premiados según las modas.
El flamenco es para mi un mundo clausurado en mi infancia,
aunque en algunos momentos se escape un eco oscuro que llega hasta el hoy. Visitan mi memoria entonces estos hombres, analfabetos
e irreductibles, que como en el verso de Julio Mariscal, pasan oscuros con sus miserias a cuestas. Son los abandonados, los
poscristos del sueño.
EC