Beckett: Las cenizas de las palabras
Desde que Beckett irrumpiera en
el panorama teatral del siglo XX, este sigue en ruinas. Porque piezas como “La
última cinta de Krapp” contribuyeron a ese derrumbe del lenguaje, que mantenía a la miseria
humana con su halo romántico de patetismo o tragedia. Sus escombros sepultaron
al idealismo. Enterraron el fatal simulacro, las palabras huecas, las cáscaras
vanas en que se habían degradado los
valores humanos. Las pasiones que engendraron el desarrollo del teatro quedaron
reducidas a un mecanismo herrumbroso que ya solo generaría el chirrido
rutinario de un remedo de existencia.
Fragmentos de monólogos atroces
que muestran que la palabra es el gran fracaso del hombre. Retales de memoria,
acumuladas como cosas inservibles, inútiles. Mezquindades sin trascendencia,
que degradan al hombre al automatismo de una reproducción fonográfica, fuera ya
de unos contextos culturales, vaciada ya de cualquier carga emocional o
trascendente, presa del tiempo (Cronos el único dios no abolido) en su caída
hacia la nada (usurpando la eternidad) . Perdida la fe en la palabra, comenzando
la grieta en los filósofos semitas, el hombre se convierte en su propio
vigilante, acecha cada mínimo movimiento interior. Escrupuloso escrutador de su
desgarro absoluto, instigador de sus propios y demoledores tormentos.
Recorre las dimensiones de su vacío. Esa
deshumanización crea una nueva forma de dramaturgia que intenta desprenderse de
los valores literarios abarcando ignotos territorios escénicos, clausurados
antes para la palabra, intenta sondear desde el silencio aquello de lo que dijo
Wittgenstein era mejor callar. La mayoría de los autores no obstantes solo desplazan
su literatura hacia la acotación o el aparte, confundiendo el monólogo interior
con los dictados de su propia conciencia, aderezada estos con exposiciones
interpretativas bretchianas que intentan traspasar la propia pared que
levantan, la famosa cuarta pared. La relación con el actor se enrarece, se
necesitan intermediarios que le expliquen que sus resortes vitales y
emocionales no sirven. Lo ilustra
Ghelderode en una acotación: “No se podrá creer real en ningún momento. Si parece
vivo es que el actor lo representa mal.” No se podrá creer real pero aun
reducido -metamorfoseado dirán otros- a marioneta tendrá que transmitir verdad, vínculo
ineludible con el espectador, irreal pero veraz son dos polos difíciles de
reunir, insalvables para muchos que no guardaron el penoso equilibrio.
Interpretar reuniendo un montón de cenizas fue una tarea a la que se aplicaron
fascinados por la imposibilidad (movidos por una rara fe) las vanguardias.
Sacrificando, la comunicación ritual hacia lo sagrado se entabla siempre a
través del sacrificio, toda la tradición de un oficio adquirido, buscando
renovadamente la presencia. El siglo XX vagabundeó perdido
entre esas ruinas, con sus cascotes erigió este túmulo que quería ser fin,
final testamentario cuya única heredad
fue el sarcasmo.
De ese testamento nihilista ya
podemos hacer hermenéutica, nuevo material de interpretación. Solo los
personajes cuando alcanzan la verdad interpretativa, en el raro momento en que
trascienden el teatro, cuando se
desvinculan del autor, escapan a esta
tasación histórica. Beckett también acabó en sus libros, de los cuales podemos extraer algunas
ideas. Ayer el Krapp, estuvo delante de mi, con su aterradora existencia, su
desesperanza, y su aspecto astroso. Es
una criatura, ya, tan tangible como
quien en la oscuridad de la sala lo miraba. Es lo único que no podemos abolir,
porque el teatro no depende de nosotros, aunque necesite de nuestras voces, de
nuestras manos, escapa, desde siempre, indemne de las limitaciones textuales,
por entre las rejas de los renglones, y vuelve inmutable al misterio de la
oscuridad, del silencio. Haciéndose vida aun con la cenizas de unas palabras.
EC. 2005