Información de Teatro Inactual y artes residuales

jueves, 17 de octubre de 2013

Crujir de tablas y otras músicas escénicas (III)


Arribo de Rachmaninov  a la isla de los muertos.


Solo encuentro alivio a este dolor terrible, tocando el piano. Es un dolor que siento llegar al abrir los ojos, cada mañana, un dolor lleno de ruido, que me asola y acaba con el silencio que necesito para componer…  En mi vida siempre me faltó el silencio, en mis primeros recuerdos están  los gritos de mis padres discutiendo por las dificultades económicas,  los gritos de mis profesores del conservatorio amenazándome con expulsarme. Siempre el ruido, aturdiéndome desde la memoria:  el llanto de mi madre cuando murió mi hermana Sofia, los rebuznos de los críticos con mi primera sinfonía, el estallido de la revolución, los trenes del exilio, el ajetreo de las ciudades, los efímeros aplausos …   la punzada de la neuralgia que taladraba mi sien,  y ahora esta  tos  que me va arrancando los pulmones…  tanto ruido  … ¿dónde encontrar el descanso?… ya abatido por la vida busqué un jardín que me recordara mi primera infancia, y aunque esta luz era tan distinta, imaginaba aún a mis hermanos, jugando al escondite, detrás de cada árbol; yo corría tras ellos por mis recuerdos,  los busqué como entonces,  en lo más frondoso de la arboleda, pero era la muerte quien me esperaba emboscada. Lo supe por el silencio. Sí, ese silencio, el necesario para componer, el que había buscado toda mi vida, al fin lo sentía: Lo comprendí, había arribado a la isla de los muertos…

EC. 




lunes, 7 de octubre de 2013

Autores contemporáneos (II)

Beckett: Las cenizas de las palabras

Desde que Beckett irrumpiera en el panorama teatral del siglo XX, este sigue en ruinas. Porque piezas como “La última cinta de Krapp” contribuyeron a ese derrumbe  del lenguaje, que mantenía a la miseria humana con su halo romántico de patetismo o tragedia. Sus escombros sepultaron al idealismo. Enterraron el fatal simulacro, las palabras huecas, las cáscaras vanas  en que se habían degradado los valores humanos. Las pasiones que engendraron el desarrollo del teatro quedaron reducidas a un mecanismo herrumbroso que ya solo generaría el chirrido rutinario de un remedo de  existencia.

Fragmentos de monólogos atroces que muestran que la palabra es el gran fracaso del hombre. Retales de memoria, acumuladas como cosas inservibles, inútiles. Mezquindades sin trascendencia, que degradan al hombre al automatismo de una reproducción fonográfica, fuera ya de unos contextos culturales, vaciada ya de cualquier carga emocional o trascendente, presa del tiempo (Cronos el único dios no abolido) en su caída hacia la nada (usurpando la eternidad) . Perdida la fe en la palabra, comenzando la grieta en los filósofos semitas, el hombre se convierte en su propio vigilante, acecha cada mínimo movimiento interior. Escrupuloso escrutador de su desgarro absoluto, instigador de sus propios y demoledores tormentos. Recorre  las dimensiones de su vacío. Esa deshumanización crea una nueva forma de dramaturgia que intenta desprenderse de los valores literarios abarcando ignotos territorios escénicos, clausurados antes para la palabra, intenta sondear desde el silencio aquello de lo que dijo Wittgenstein era mejor callar. La mayoría de los autores no obstantes solo desplazan su literatura hacia la acotación o el aparte, confundiendo el monólogo interior con los dictados de su propia conciencia, aderezada estos con exposiciones interpretativas bretchianas que intentan traspasar la propia pared que levantan, la famosa cuarta pared. La relación con el actor se enrarece, se necesitan intermediarios que le expliquen que sus resortes vitales y emocionales no sirven.  Lo ilustra Ghelderode en una acotación: “No se podrá creer real en ningún momento. Si parece vivo es que el actor lo representa mal.” No se podrá creer real pero aun reducido -metamorfoseado dirán otros- a marioneta  tendrá que transmitir verdad, vínculo ineludible con el espectador, irreal pero veraz son dos polos difíciles de reunir, insalvables para muchos que no guardaron el penoso equilibrio.
Interpretar reuniendo un montón de cenizas fue una tarea a la que se aplicaron fascinados por la imposibilidad (movidos por una rara fe) las vanguardias. Sacrificando, la comunicación ritual hacia lo sagrado se entabla siempre a través del sacrificio, toda la tradición de un oficio adquirido, buscando renovadamente la presencia. El siglo XX vagabundeó perdido entre esas ruinas, con sus cascotes erigió este túmulo que quería ser fin, final  testamentario cuya única heredad fue el sarcasmo.

De ese testamento nihilista ya podemos hacer hermenéutica, nuevo material de interpretación. Solo los personajes cuando alcanzan la verdad interpretativa, en el raro momento en que trascienden  el teatro, cuando se desvinculan del autor,  escapan a esta tasación histórica. Beckett también acabó en  sus libros, de los cuales podemos extraer algunas ideas. Ayer el Krapp, estuvo delante de mi, con su aterradora existencia, su desesperanza,  y su aspecto astroso. Es una criatura, ya,  tan tangible como quien en la oscuridad de la sala lo miraba. Es lo único que no podemos abolir, porque el teatro no depende de nosotros, aunque necesite de nuestras voces, de nuestras manos, escapa, desde siempre, indemne de las limitaciones textuales, por entre las rejas de los renglones, y vuelve inmutable al misterio de la oscuridad, del silencio. Haciéndose vida aun con la cenizas de unas palabras.

EC. 2005



sábado, 5 de octubre de 2013

Dramatis personae (XIII)

Los restos  de Fortunata

Cruzó la ciudad hacia el cementerio, abstraído,  sin mirar las calles. Al llegar dijo al taxista que esperara y buscó en el tercer patio la lápida. Tardo en encontrarla porque no recordaba que su nicho estuviera tan alto. Al fin leyó su nombre esculpido: Fortunata. Y fue como volver a verla. Fugaces se le aparecieron sus ojos, su sonrisa fresca, el tacto de sus manos, y hasta le pareció oír su voz... allí permaneció con el corazón atravesado, la cabeza gacha por ocultar el caudal de lágrimas que surcaban su cara. ¡Si le viese alguien! Aquel Don Juan, aquel Juanito Santa Cruz, aquel que no era ya sino un tiesto, un saco de achaques, abandonado por el tiempo…

Reparó en una flor que adornaba su nicho. ¿Quién la habría depositado? Ni Maximiliano muerto en el manicomio hacía tantos años, que no sería menos polvo que aquel que ahora visitaba; ni aquel farmacéutico, del que no recordaba el nombre, que se iría de Madrid al cielo haría tanto; ni el hijo, aquel haragán pendenciero, al que siempre se le ocultó quien era su madre. ¿Quién más, después de un siglo de aparecida la novela, podía haber dejado aquella flor?

 No podía saber que fui yo, un lector anónimo, quien la puse entre las páginas del libro, antes de cerrarlo y devolverlo al anaquel, rezando  por ella y por todos aquellos personajes, a los que una pasión devastadora, arrastró a la realidad desde sus novelas, sus piezas teatrales, sus lienzos … en un salto póetico que cruzó el abismo de la ficción hasta  la presencia. En la muerte más vivos , o al menos igual de nada, que  los mortales que llegaron hasta la sepultura en carne y hueso.


 Renqueante y encorvado regresa Don Juan, Juanito Santa Cruz, al coche, como quien sube,  por su propio pie, a su propio coche fúnebre.

EC. 2006


La Morfina. 1894. Santiago Rusiñol