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sábado, 5 de octubre de 2013

Dramatis personae (XIII)

Los restos  de Fortunata

Cruzó la ciudad hacia el cementerio, abstraído,  sin mirar las calles. Al llegar dijo al taxista que esperara y buscó en el tercer patio la lápida. Tardo en encontrarla porque no recordaba que su nicho estuviera tan alto. Al fin leyó su nombre esculpido: Fortunata. Y fue como volver a verla. Fugaces se le aparecieron sus ojos, su sonrisa fresca, el tacto de sus manos, y hasta le pareció oír su voz... allí permaneció con el corazón atravesado, la cabeza gacha por ocultar el caudal de lágrimas que surcaban su cara. ¡Si le viese alguien! Aquel Don Juan, aquel Juanito Santa Cruz, aquel que no era ya sino un tiesto, un saco de achaques, abandonado por el tiempo…

Reparó en una flor que adornaba su nicho. ¿Quién la habría depositado? Ni Maximiliano muerto en el manicomio hacía tantos años, que no sería menos polvo que aquel que ahora visitaba; ni aquel farmacéutico, del que no recordaba el nombre, que se iría de Madrid al cielo haría tanto; ni el hijo, aquel haragán pendenciero, al que siempre se le ocultó quien era su madre. ¿Quién más, después de un siglo de aparecida la novela, podía haber dejado aquella flor?

 No podía saber que fui yo, un lector anónimo, quien la puse entre las páginas del libro, antes de cerrarlo y devolverlo al anaquel, rezando  por ella y por todos aquellos personajes, a los que una pasión devastadora, arrastró a la realidad desde sus novelas, sus piezas teatrales, sus lienzos … en un salto póetico que cruzó el abismo de la ficción hasta  la presencia. En la muerte más vivos , o al menos igual de nada, que  los mortales que llegaron hasta la sepultura en carne y hueso.


 Renqueante y encorvado regresa Don Juan, Juanito Santa Cruz, al coche, como quien sube,  por su propio pie, a su propio coche fúnebre.

EC. 2006


La Morfina. 1894. Santiago Rusiñol

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