Los restos de Fortunata
Cruzó la ciudad hacia el
cementerio, abstraído, sin mirar las
calles. Al llegar dijo al taxista que esperara y buscó en el tercer patio la
lápida. Tardo en encontrarla porque no recordaba que su nicho estuviera tan
alto. Al fin leyó su nombre esculpido: Fortunata. Y fue como volver a verla.
Fugaces se le aparecieron sus ojos, su sonrisa fresca, el tacto de sus manos, y
hasta le pareció oír su voz... allí permaneció con el corazón atravesado, la
cabeza gacha por ocultar el caudal de lágrimas que surcaban su cara. ¡Si le
viese alguien! Aquel Don Juan, aquel Juanito Santa Cruz, aquel que no era ya
sino un tiesto, un saco de achaques, abandonado por el tiempo…
Reparó en una flor que adornaba
su nicho. ¿Quién la habría depositado? Ni Maximiliano muerto en el manicomio
hacía tantos años, que no sería menos polvo que aquel que ahora visitaba; ni aquel
farmacéutico, del que no recordaba el nombre, que se iría de Madrid al cielo haría
tanto; ni el hijo, aquel haragán pendenciero, al que siempre se le ocultó quien
era su madre. ¿Quién más, después de un siglo de aparecida la novela, podía
haber dejado aquella flor?
No podía saber que fui yo, un lector anónimo, quien
la puse entre las páginas del libro, antes de cerrarlo y devolverlo al anaquel, rezando por ella y por
todos aquellos personajes, a los que una pasión devastadora, arrastró a la
realidad desde sus novelas, sus piezas teatrales, sus lienzos … en un salto póetico que cruzó el abismo de la ficción hasta la presencia. En la muerte
más vivos , o al menos igual de nada, que los mortales que llegaron
hasta la sepultura en carne y hueso.
Renqueante y encorvado regresa Don Juan, Juanito
Santa Cruz, al coche, como quien sube,
por su propio pie, a su propio coche fúnebre.
EC. 2006
EC. 2006
La Morfina. 1894. Santiago Rusiñol
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