Contra la modernidad. Elogio de la Vanguardia
Hubo una vanguardia fuera de lo que los cánones y los manuales
estipulan como tales. Posiblemente no
pasó a la historia que manejan doctos y grises profesores. Pero rompió de un
modo mucho más profundo con lo anquilosado de las estructuras dramáticas que
todas esos estériles balbuceos artísticos, que hoy se etiquetan como tales. Estas
de las que hablo, supieron romper con los estériles academicismos sin romper
con el público, a quien supo trasladar a las nuevas formas que proponía. Es más,
muchas de ellas supieron tener éxito, no estaba la masa para picos en el horno
ibérico. Aquí, aún ningún estamento daba crédito a los “enfants” terribles, un
teatro vacío era unos estómagos vacíos, y no el signo prestigioso de ningún
genio. Posiblemente por eso, por contar con el beneplácito del respetable, no
se le consideran rompedoras, porque eso de la trasgresión, era sin duda algo
que debía epatar con la burguesía, pero aquí habría que preguntarse ¿con que
burguesía? Si aquí, en este páramo
mesetario, quien asistía a los estrenos eran los isidros y las manolas, tan propensos
al abucheo, al bostezo o la risotada. Crítica
in situ, baremo inmediato de la aceptación, ante las que se fraguaban los
autores de la época. No servían entonces aquellos que importaban los modelos que se decía, hacían furor en el
extranjero, que los había entonces como ahora, imitadores del simbolismo que
llegaba aquí amanerado, cursi y desvaído. No eran nuestras recias temperaturas capaces
de engendrar en nieblas azules espíritus atormentados, aquí los muertos se nos
llenaban enseguida de moscas. Esta vanguardia de la que hablo, tampoco supo de
innovaciones estéticas, ¿se imaginan a un futurista bebiendo en un botijo?,
pues más o menos eso. Tenían eso sí, en común, un brutal escepticismo, aunque
eso no era nuevo, era el nuestro, el de siempre, que les provocaba una carcajada sombría, como si saliera de un pozo. El ingenioso collage
cerebral del dadaísmo, el juego intelectual de las celebridades surrealistas, quedaba
aquí en la ocurrencia del personaje, con la estructura argumental en la casa de empeño. La impronta castiza, a veces tan bárbara como
un brochazo de Solana, un capotazo sainetero y avinagrado y una suerte de birlibirloque,
de espontaneidad, de azarosa construcción. Nada premeditado. Vida, en estado agónico
con frecuencia, pero vida. Desde Jardiel, a según que páginas de Mihura, hasta llegar al Carlos Muñiz, del magistral El
Tintero, salpicando a muchos otros, una
corriente viva se establece. Con sus altas y bajas, como siempre ocurre en esa
montaña rusa que es la historia de nuestro arte. Habría que remontarse, a los entremeses, a
todos aquellos interludios jocosos, que liberaban la tensión del drama, para
encontrar el hálito de libertad y frescura que emana en esta corriente de la
tradición, que a veces fluye con el sosiego clásico, y otra con la turbulencia
que llamamos vanguardias, pero que nunca se trunca , que nunca se estanca.
E.C
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