La Tía Sandalia. Toda ciencia trascendiendo.
El día , aún en las primeras horas de la mañana se adivina
caluroso. La Tía Sandalia desgrana los misterios del rosario entre el polvo que
levanta el escobón de ramas. Se acerca por el horizonte alguien a la carrera, entrecierra
los ojos para agudizar su vista. Antes de que llegue el mensajero gritando entrecortado por la asfixia,
una punzada lacera su corazón. “El Àngel...
El Ángel se ha tirado… se ha tirado al pozo… al pozo…” La vecina que salía a tender ropa desde el
silo vecino, ya la vio pataleando en el suelo,
llamó a gritos a su hijo, un adolescente larguirucho y corrieron a
sujetarla. Tenía los ojos vueltos y la boca espumeaba. Metieron una punta de su
delantal en su boca, para que no se
mordiera la lengua, pero no lograban reducirla. Igual que cuando se llevaron a su marido al
frente, se necesitaron cuatro hombres para refrenarla. Al
griterío salió otra vecina con un esqueje de ruda, sembrada para los ataques, y se la restregó bajo la nariz… solo así lograron
aquietarla… Estuvo aquel largo verano de 1950 postrada en cama, los ojos fijos en el crucifijo
de enfrente. Nadie podía ver lo que veía ella.
Unos ángeles bajaban del cielo , tenían túnicas moradas y
alas color de oro, su delantal era el
paño de verónica desde el que asomaban las sangrientas facciones del divino
rostro… vio la escalera por la que bajaban, tosca, de ciprés nudoso, al salvador del mundo de su cruz. La misma por las que
subieron el cuerpo de su hijo Ángel del fondo del pozo. Ahora lo veía resplandeciente, como el sol
levantándose en el camino…
Aquel fue su último ataque de epilepsia. Cuando se levantó , se puso un habito morado y se ciñó un cíngulo color oro , un hábito del
nazareno que llevaría hasta su muerte. En sus adentros, el milagro del arte se había consumado. Mandó a por yeso. Con él cubría armazones de ramita de sarmiento,
con una cuchara y el cuchillo iba modelando sus figuras y con la brocha,
que hizo de crines del burro, les daba pintura
de temple al modo de policromado. Una
actividad devocionaria que ya llenaría su vida, convirtiendo su propia casa en
santuario. De sus manos encallecidas fue saliendo un santoral tosco, un
primitivismo evangélico, religiosidad
popular, que la Tía Sandalia (Villacañas 1902- 1987) analfabeta como era, traía desde
los albores de lo legendario, hagiografías de tradición oral o del
viejo libro de oraciones que su madre le enseñara. Entre sus paredes, verdadera
cueva sacra, se percibe el dolor de la creación, la pasión de Cristo hecha la
pasión del artista. Violencia inusitada de una expresividad trascendente. Artista
con una misión marcada, toda su alma quedó plasmada en su obra,
agitada y sencilla. Con la pureza y el misterio de un niño, dejó
escritas unas torpes palabras:
Mi ALMA ESTU lla JESU
S llocoMOPE CADOrA ME A
brazo A TU
CrUz.
SANDAliA