Ribera , el tacto en la pintura.
“Dios no tiene otras manos sino
las nuestras” dijo Santa Teresa. Parece que estas manos de Dios encarnaron en las pintadas
por José de Ribera.
Huesudas y pálidas en el místico,
sarmentosas y rudas en anacoretas y penitentes, delicadas en magdalenas y vírgenes, hinchadas por las
intemperies en los pedigüeños que se
asoman a su apostolado. Manos ancianas
desgastadas por la vida, aferradas a los días y
encallecidas de quienes han escarbado la tierra con sus manos. Todas tienen el peso de una
existencia, trasmiten sus fatigas.
Debieron ser a imagen y semejanza
del Españoleto, nacido en 1591, crecido con la lezna, las hormas y los tafiletes de la zapatería paterna, el
niño descubrió la pintura en los retablos de Játiva, las del Maestro de Perea o
de Juan de Juanes, entre muchos ejemplos. Pudo pasar al taller de Ribalta antes
de marchar a Italia, descubrir a
Caravaggio que salpicaría su pintura de sombras y crudeza, y trabajar con Fanzago, con quien buscó en la
concreción visual de las formas , la emoción del movimiento. Manos que ya exhaustas
y temblorosas, pintaron el mismo año de su muerte, 1652 , esa sinfonía de
movimientos, luces y colores que es la Comunión de los Apóstoles en la napolitana iglesia
de San Martino.
Pintado cada hueso, cada músculo,
cada arruga, la piel tatuada con las inclemencias del destino, pero también
cada nervio, cada pulsión de la sangre, manos que oran et laboran, su tacto
llega hasta nuestra mirada, palpamos la oscuridad que las rodea, hasta donde no
llega la vista. Allí los cráneos, los
devocionarios, los instrumentos del martirio…
sus fondos tienen la oscuridad de la muerte. Donde esta carne,
atravesada por el dolor, vive. Nos señala y nos convoca.