Texto publicado en la revista Gestos nº 55, abril 2013 (Universidad de Irvine, California)
Recordar aquel entonces
es reabrir los ritos de lo cotidiano. Comenzaba
a caer la tarde, llegábamos a la nave de ensayo por un cañaveral, un camino de
tierra paralelo a una vía de tren, Juan prendía una fogata y se sentaba a mirarla,
allí gestaba lo que iba a ser el ensayo. Estos se llenaban de incienso y del paso de los costaleros con los que
siempre marchaban sus personajes. En sus escenografías siempre había escaleras
por las que nadie subía y ventanas desde las que sólo las ausencias
miraban. Rara vez se sentaba mientras
dirigía, fumaba sin parar y seguía muy cerquita a los actores, les dejaba frases, que
arrancaba a los recuerdos de su infancia, sin pasar por el papel, así desde un primer
momento caían al escenario, no cayeron desde luego en cizaña. Jugaba con el
actor, junto con ellos buscaba una entrada, un imposible regreso a ese mundo ya perdido, donde crecían
jaramagos en las tejas, las paredes estaban encaladas, y la ropa se oreaba al
sol. Así hasta las tantas de la noche, hasta que brotaba algo que le dejara ir
tranquilo, desbordante de ideas, contagiándonos su entusiasmo, hasta el bar donde seguía soñando la obra.
Así se sucedían los
ensayos, Juan rara vez traía algo proyectado, ningún boceto, los procesos eran
largos y agotadores. Cuando dudaba o se
encontraba perdido, se volvía y me miraba, era un no sentirse solo que le bastaba. No era un obseso, se
ilusionaba como un niño con un juguete con cada escena, nada de lo que ocurría
en el escenario le era indiferente,
podía reírse o cabrearse, pero siempre trasmitía una emoción intensa. Una
vez alcanzado el estreno, Juan se aburría, aquello ya era algo de otros, del
público, sus fantasmas se esfumaban tras los ensayos.
Escribió poco, lo necesario,
lo imprescindible. Su dramaturgia era de muy pocas calles, las que habitaban
los seres que circundaron su pasado :
sentados en sus sillas de eneas, encendiendo braseros de picón, o durmiendo la
jumera a la puerta de los tabancos, embriagados siempre de vida, ahogados en su
existencia. El mal que arrastraban no
era social , tan en boga entonces, sino
que cargaban con la cruz de su existencia, porque sus personajes arrancaban de
lo más hondo y doloroso su quejío, desde los estertores del tiempo.
Cuando los reunió a todos, conjurándolos de la
muerte, dejó de creer en las obras teatrales , y se dedicó a escribir, siempre
a lápiz, breves poemas escénicos, donde ya más que personajes asomaba él. Él como ellos, siendo uno de ellos,
desembocaba a la vida como un río desbordante, vida sin límites. Todo en él era
extremo, tormentoso, pasional, delicado ,talento esparcido a los cuatro
vientos. Es imposible que en quien se lo
cruzara no dejara un recuerdo. Su conversación era imprevisible, nunca banal, salpicada
de poesías y de ingeniosas bromas que era como un inventar situaciones
dramáticas.
Era un maestro que
sabía que no tenía nada que enseñar, que todo quedaba en la obra, predicaba con
el ejemplo. No tenía ningún secreto porque para él todo era misterio. “La verdadera obra de arte de Dios viene y a
Dios va” encabezaba un prólogo que me hizo. Dejó dos obras tremendas,
de una belleza terrible, ásperas como el
esparto, recorrieron el mundo. Mariameneo
y Vinagre de Jerez que alumbrarán su memoria. Desbrozó un camino, hemos seguido su senda.
Hasta pronto Juan. Ya llegaste a la casa del Padre. Nuestra Fe es mayor que
nuestra tristeza.
Eusebio
Calonge