José Antonio Ramos Sucre, los aires del presagio
En la oscuridad de la biblioteca,
sellada a la luz de la tarde sus ventanales, me esperaba emboscada su mirada.
La llama negra de sus ojos. Trajo la vieja
mulata que servía la casa un quinqué con fulgores trémulos. La suficiente luz
para reconocernos. Seguía manteniendo aquella expresión entre altiva y
desencajada, el pelo crespo, la tez pálida de la clausura. Las manos finas y
pulcras recorrían insistentes el orden absoluto del escritorio.
Un “aquí me tienes” precedió al abrazo.
Un esbozo de sonrisa honda apareció en su rostro. Hablamos de las cosas banales,
de los encuentros tras un largo viaje,
recorriendo, yo , con la mirada
los rostros adustos de sus antepasados, mujeres enlutadas y generales con
aparatosas condecoraciones. Llegaron las
graves campanadas de una iglesia cercana y tras estas, como un eco ligero, las
del reloj que pendulaba su pesado bronce en un rincón. Se colaron también hasta
aquella estancia triste y sombría, los graznidos de fugaces pájaros que anunciaban
el ocaso. Apuramos las copas de vino afrutado, dejamos una conversación sobre
Poe, recogió el sombrero negro, se ajusto la corbata también enlutada y salimos
a la calle.
La noche que ya había caído, dejó
solitarias las calles coloniales. Nuestras sombras se alargaban al pasar bajo
las farolas de gas. Solo algún perro vagabundo
nos cruzamos en nuestro camino. De la humilde Iglesia de Santa Inés,
pasando por la pintoresca calle del Alacrán, hasta llegar a las ruinas blancas
de la plaza Bolívar. Allí nos sentamos bajo unos matapalos frondosos, frente a
unos cañones oxidados.
Su tristeza, la tristeza del suicida,
no encontraba ya reposo en la belleza recóndita de las noches tropicales.
Mientras yo me embriagaba con los perfumes que arrancaba el aire entre las
matas, los rumores distantes del mar que desembocaban por las encaladas
esquinas. José Antonio le daba vueltas a una frase esquiva: “Había resuelto
esconderse para el sufrimiento. Se holgaba en una vivienda sepulcral... ...”
Camino a la tórrida habitación de la
hospedería, dudé en quien era el
viajero. Pensamiento que cuidé de callarme.
-Nos volveremos a ver pronto -, fueron las últimas palabras antes de
cerrarse aquel portón a cal y canto, con eco hondo sus goznes renegridos de
panteón retumbaron en la quietud de la madrugada.
Y hoy me devuelves la visita desde tu
Cumaná caliente. Al abrir este libro de tapas azules, y encontrarme con estas
frases, estos versos, enroscados a tu corazón como una sierpe. Y brindamos en
este Madrid lluvioso y áspero con el mismo vino dulce del que tú gustas y
pasearemos por sus calles húmedas en cuanto caiga la noche. Como conviene a dos
fantasmas.
E.C
Madrid,
8 de Mayo de 2002
Un texto de La Torre de Timón de J.A. Ramos Sucre:
"Cuando descansa en la noche con la nostalgia de amorosa compañía, no le intimida el pensamiento de la tierra sobre su cadaver. El horror del sepulcro es ya menos grave que el hastío de la vida lenta y sin objeto. No le importa el olvido que sigue a la muerte, quisiera apresurar sus días y desaparecer un río en medio de estériles riberas. Huye también de recordar antiguas alegrías, refinadamente crueles que engañaron al más sabio de los hombres, convenciéndolo de la vanidad de todo. Así concluye pensando el que de sus goces recogió espinas, y vivió inútil. Aún más desolada convicción cabe a quien ni procreando se unió en simpático lazo con la humanidad... Ahora olvidado, triste, duro a todo afecto el corazón, si derramara lágrimas, serían lavas ardientes, venidas desde muy hondo."
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