Hubo una época en que algunos jóvenes, mal instruidos en sus primeros estudios, sin conocimiento de la antigua literatura, ignorantes de su propio idioma, negándose al estudio de nuestros versificadores y prosistas (que despreciaron sin leerlos), creyeron hallar en las obras extranjeras toda la instrucción que necesitaban para satisfacer su impaciente deseo de ser autores. Hiciéronse poetas y alteraron sintaxis y propiedad de su lengua, creyéndola pobre porque ni la conocían, ni la quisieron aprender; sustituyeron a la frase y giro poético que le es peculiar, locuciones peregrinas e inadmisibles; quitaron a las palabras su acepción legítima, o las dieron la que tienen en otros idiomas; inventaron a su placer, sin necesidad ni acierto, voces extravagantes que nada significan, formando un lenguaje oscuro y bárbaro, compuesto de arcaísmos, de galicismo s y de neologismos ridículos. Esta novedad halló imitadores y el daño se propagó con funesta celeridad.
Leandro Fernández de Moratín